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Paseando por la ruta de la amistad

Deportes - 2012-10-20 11:33:21

En muchas ocasiones, la ausencia de publicidad o grandes fanfarreas le dan a ciertos eventos un aire de misterio o, como sucedió con el paseo por la ruta de la amistad, la posibilidad de que sea un falso rumor. Ni siquiera la página de “Muévete en bici”, que suele sacar avisos constantemente y con suficiente anticipación, mencionaba el evento. La descripción general de este fenómeno – un paseo nocturno desde el WTC hasta la UNAM y de ahí al trébol de Periférico e Insurgentes – no sonaba tan baladí como para justificar la falta de mensajes al respecto. Tras una breve “googleada” encontramos algo de información, un mapa del recorrido el cual, si bien mencionaba como punto de inicio el WTC comenzaba en la escultura “Hombre corriendo” de Ciudad Universitaria. ¿Y los casi diez kilómetros de recorrido entre el antiguo Hotel de México y la máxima casa de estudios? ¿Y el regreso hacia el norte? Nada que mencionara esos pequeños detalles. Lo que sí, es que el recorrido por una zona muy conflictiva de la ciudad involucraba, en medio de todo el caos vial, una fiesta en las mediaciones de Zacatépetl. En el mapa, unas avenidas muy limpias y exentas de cualquier vehículo encuadraban las diferentes esculturas donadas por distintas naciones en 1968 con motivo de las olimpiadas y que fueron renovadas e iluminadas recientemente.

Ahora sí, con información más confiable y un plan de acción trunco pero existente, con bicis en buen estado (después de algunas averías de la mía pero quedadas en el pasado), cascos y luces tanto delanteras como traseras, nos lanzamos al veinte para las ocho a la cita afuera de la bici-expo en su primer día.

La ruta del primer acercamiento presentaba en sí una novedad pues lo más sencillo era tomar un tramo de Insurgentes desde antes del cruce con Viaducto, atravesarlo y continuar por la misma avenida a pesar de ser viernes de quincena por la noche. Un par de cuadras más adelante se nos unió un grupo de tres ciclistas quienes posiblemente se dirigían a hacer la misma ruta que nosotros y que nos dio algo de tranquilidad mientras nos acercábamos al WTC. Seguramente siendo más experimentados que nosotros en esto del movimiento urbano en dos ruedas, se nos despegaron al cabo de un par de cuadras pero ya nos habían transmitido la confianza que necesitábamos.

La llegada al Polifórum Cultural Siqueiros nos anunció que ya estábamos a dos pasos del punto de reunión, callejeamos por los pasillos y un poco más adelante, justo enfrente de la entrada principal al centro de exposiciones, una centena de ciclistas procrastinaba plácidamente. En muchas caras se leían expresiones que seguramente reflejaban las nuestras, mientras que otras se guardaban bajo la seguridad de quienes suelen participar en paseos ciclistas y conocen los pormenores de estos eventos. Pacientemente tomamos un lugar y esperamos a ver qué sucedía. A los pocos minutos, dos peatones, una ella con camisa rosa avisando que dentro de pocos minutos arrancaríamos y un él con camisa negra, pasaron preguntando “¿Ya tienen su pasaporte?”. Como no lo teníamos, rápidamente estiramos el brazo para que nos diera uno. Consistía en un mapa – el mismo que vimos por internet – y en el reverso una serie de recuadros con los nombres de las esculturas por las que íbamos a pasar y el país que las había donado. Sabíamos también que lo necesitaríamos en caso de querer entrar a la fiesta. Unos vecinos ciclistas, quienes tampoco tenían el documento en cuestión, aprovecharon para hacerle varias preguntas acerca del recorrido y cómo nos íbamos a organizar para llegar a la universidad. Desde ahí empezamos a ver algunos huecos en la organización pues, de entrada, no existía ningún plan establecido para la vuelta. “Ya se irán haciendo grupos que vengan de regreso”. En fin, todavía no empezábamos el recorrido, era demasiado temprano para preocuparse por lo que viniera mucho después.

A las 8:05, sólo cinco minutos después de lo establecido, corrió el aviso de que ya era hora. Como buenos ciclistas avisados, nos pusimos nuestros cascos (Laura, uno moderno y enfocado a este deporte; yo, mi fiel Explorer de espeleología con su Duo Petzl integrado, sin pilas), prendimos las lámparas, montamos nuestras bicis y, en cuanto nos dieron la oportunidad los vecinos de adelante, arrancamos hacia lo desconocido. Tomamos unos metros de Filadelfia (en la que estábamos), vuelta a la derecha en Texas para otro tramo muy pequeño y abarrotamos Nebraska por la que era evidente que saldríamos de regreso a Insurgentes. El paso por esta calle daba una primera idea del reino de impunidad con el que nos íbamos a mover pues en varios cruces, algunos de ellos con semáforos, no dejábamos a los automovilistas que querían cruzar o tomar esta calle más que con una expresión de asombro que se transformaba en ira conforme pasaba el grupo de ciclistas del cual formábamos parte.

Llegamos a Insurgentes. Dos de los organizadores detenían los tres carriles mientras nosotros pasábamos, sin que hubiera presencia de las autoridades o de algo que nos indicara que esto que estábamos haciendo hubiera sido indicado al gobierno de la ciudad. Ni siquiera me atreví a voltear a ver a los automovilistas. Para no alargar con mucho detalle este relato, baste decir que nuestra permanencia en esta avenida consistió en utilizar los tres carriles, pasarnos todos los altos que se nos pusieron enfrente y detenernos en los momentos en los que el tráfico vehicular automotor no nos daba para más (¿ya mencioné que era una noche de viernes de quincena?). En varios momentos nos acompañaron un par de ciclistas quemando mota e inspirando a su cercanía, un chavo con mochila de vendedor de DVD’s del metro amenizando con música – incluida una rola pro-uso de la bici en la ciudad que todavía tengo que encontrar –, las miradas de los usuarios del metrobús que tendrían algo diferente que contar en sus casas y los ánimos de algunos peatones en los que se leía un deseo no realizable por unirse a nuestra causa. Para esto, los policías esquineros ya habían optado por ayudar a que nos moviéramos más rápido y estuvieron controlando a los malhumorados conductores; por ello, les estoy agradecido.

Después de poco más de media hora, llegamos al estadio México 68 donde nos esperaba un pequeño contingente sureño que se había dado cita ahí. Nos detuvimos unos cinco minutos, disfrutamos de la vista de Ciudad Universitaria en la noche, y el contingente siguió con el recorrido. Nuevamente nos apropiamos de los tres carriles de Insurgentes, sólo que esta vez de subida y sin semáforos que administraran el avance de los autos, por lo que no les quedaba de otra que ir al ritmo de los más rezagados. Llegando a Perisur, vimos que la rampa que permite que los autos tomen Periférico Norte estaba bloqueada por ciclistas y una moto de policía. Varios de los compañeros se habían acercado a una mesa en la que estaban regalando algo justo a la altura de la escultura “Las tres gracias”. Ahí nos enteramos de una parte de la dinámica del paseo que no se nos había indicado con antelación. En cada uno de los monumentos que vemos tan seguido y que ya nunca pelamos, estaría una representación del país que donó la escultura correspondiente poniendo un sello en el pasaporte (“¡Así que para eso eran los cuadros que están detrás del mapa!”) y regalando alguna chuchería. En esta parada recibimos, por parte de la amabilidad de la República Checa, una caja con lápices decorados y un llavero que incluye una pequeña lámpara con cuatro LEDs, conseguible por 10 pesos en varios semáforos de la ciudad pero ésta con la inscripción “Czech Republic”. También nos enteramos que el primer sello estaba atrás, en la parada de Ciudad Universitaria, pero ya no íbamos a regresar para eso, con la resignación de dejar un primer recuadro sin la marca que le correspondería. Un poco más adelante, antes de llegar al Periférico, otra etapa, los suizos, con “El Ancla”, regalando lo más evidente que podían ofrecer los suizos al pormayor: un chocolate Lindt rojo.

A partir de ese momento, cambió la dinámica del recorrido. Ya no sería un grupo de alrededor de 200 ciclistas sino varios grupos que se irían moviendo conforme quisieran avanzar. Esto implicó, en los menos de 100 metros que separan la salida de Insurgentes de la entrada de Zacatépetl, sortear taxis que se detenían o arrancaban, camiones y peseros que hacían lo propio, transeúntes que tienen que caminar por la calle porque los puestos de garnachas no los dejan avanzar por la banqueta (incluida una pobre señora quien, por alcanzar al camión, se tropezó y cayó estrepitosamente sobre el asfalto), coches que querían entrar a Perisur, coches que salían de Perisur, y nosotros sin la posibilidad de ayudar a las señoras que caían estrepitosamente sobre el asfalto por no poner nuestras vidas en riesgo. Esto es, más de lo que ya lo estábamos haciendo. La bajada hacia Zacatépetl fue, hasta cierto punto, un alivio, con mucho menos autos que pudieran ejercer su derecho de atropellar a los ciclistas que bloquearan su paso. Pasamos por abajo del peri y dimos vuelta a la izquierda para regresar a él pero ahora hacia el sur. Antes de esto, “Torre de los vientos”, la parada asignada a Uruguay, ofrecía, además de agua de sabor y un pin del país sudamericano, un oasis ante el caos vial en el que nos habíamos inmerso. Además, nos enteramos que el amplio espacio de este pabellón sería la sede de la fiesta del fin del recorrido.

Tras un breve descanso, seguimos el recorrido, acompañados por quien hubiera salido más o menos al mismo tiempo que nosotros, y nos dirigimos hacia el italiano “Hombre en paz”. Aquí fue nuestra primera decepción. Tras unos lápices, un llavero con lamparita, un rico chocolate y un pin – todos ellos obsequios muy dignos – los de la bota nos dieron un mísero fragmento de cordón tricolor con un nudito en medio y un alfiler finamente disimulado para encajártelo al primer descuido. Pero eso sí, de acuerdo a Laura quien estuvo –estratégicamente- encargada de sellar los pasaportes en esta ocasión, los italianos de la estación estaban “uffff”. Más adelante, una vez pasado el puente sobre Insurgentes, los japoneses y su “Sol” nos deberían de esperar, pero al parecer no había nada de luz en esa zona y habían decidido mover su sello a otra de las estaciones. Va entonces la bajada de regreso hacia Ciudad Universitaria y un trébol saturado de automóviles que no tenían más que ver con envidia como decenas de ciclistas llegábamos abajo antes que ellos (y seguramente con bastante enojo al darse cuenta que éramos los mismos que ayudábamos a que el tránsito fuera más lento). Una vez abajo, el sello de Austria nos esperaba junto al “Muro articulado”, pero nada más el sello, pues no tenían ningún tipo de obsequio (que no serían los únicos marros del recorrido, como bien veremos). Además de esta falta de una muestra de amistad por parte de los compatriotas de Mozart, su estación era un foco de caos. Veíamos con incredulidad a muchos compañeros de recorrido que cargaban su bici por una pendiente polvorosa para regresar a lo alto del puente. Las preguntas no se hacían esperar: ¿es por allá arriba?, ¿están buscando el pabellón de Japón?, ¿en qué momento pasó de ser un paseo citadino a “cross-country”? Pero como suele pasar en varios ámbitos humanos, la incertidumbre lleva a la investigación y ésta al conocimiento. ¿Para qué traemos lamparitas de bici (no habíamos abierto para ese entonces nuestro llavero checo y no conocíamos su contenido) y un mapa si no es para usarlos? La conclusión es que sí teníamos que subir pero por el trébol y una vez pasado por debajo del túnel donde, además, nos deberían de esperar los australianos para presumirnos su “Janus”. De ellos, ni sus luces. Varios ciclistas se siguieron un poco más lejos para ver si los encontraban, pero nada. Volvimos a subir hacia el Periférico, nuevamente hacia el norte pero desde un poco más al sur. Otra vez nos topamos con taxis, peseros, camiones y autos pero por suerte la banqueta era ancha, tenía rampas para sillas de ruedas y el agregado de tener la parada de los españoles quienes tenían a su lado su escultura “México” (que ya hay que agradecer que no se llamara “Méjico”). Tampoco nos regalaron nada, ni una rebanada de jabugo o morcilla. Ahí tuvimos nuestro primer intercambio de ideas con otros paseantes, unas chicas que estuvieron de acuerdo en la falta de organización del evento y del aspecto suicida que marcaba nuestro paseo y que, hay que aceptarlo, es parte intrínseca de ser un ciclista urbano en esta ciudad. Ahora debíamos tomar una tercera hoja del trébol para retomar Insurgentes hacia el sur, en dirección a Villa Olímpica. A media bajada, nuevamente con las víctimas automotoras de un viernes de quincena (por si no había mencionado antes este plus de la aventura), nos topamos con una entrada al pabellón de Polonia en donde, además de acercarnos al “Reloj solar”, nos regalaron una pulserita del poder polaco (dos tiras, una roja y una blanca, que rápidamente nos colocamos el uno a la otra y que bautizamos con ese nombre tan épico que en una de esas tiene connotaciones sexuales de las cuales prefiero nunca enterarme) y una botella de agua bien merecida con la que recordamos que parte del interés del recorrido era que los diferentes países demostraran su amistad hacia nosotros. Vemos que los polacos, al igual que los checos, son gente muy amigable. Terminamos de bajar y pasamos, una vez más, por debajo del peri para encontrarnos con “Señales”, una escultura puesta por los mexicanos donde, si bien no nos dieron obsequio alguno, nos pusieron el sello de Japón que nos faltaba. De acuerdo al mapa, sólo faltaban dos paradas, las cuales vimos con agrado que se salían de las vías principales. Nos metimos por un callejón que inicia poco antes de la entrada a Villa Olímpica y de la cual desconocía su existencia. Casi a la entrada, antes de pasar unas casetas, los representantes de Bélgica ponían su sello junto al “Reloj solar” y lo más relevante que podían ofrecer eran indicaciones para llegar al pabellón de los Estados Unidos, siguiendo por la misma calle pero más adelante. Una bajada después, encontramos el punto indicado. Oculta a la vista de la mayoría de los pobladores chilangos está la “Estación #9” la cual, por mucho, tiene el pabellón más espacioso – excepto tal vez dándose un quienvive con el de Uruguay – lo que permitía que tuvieran espacio para ofrecer bebidas diversas, unas banderitas gringas que amablemente rechazamos y el característico sello, último espacio en blanco si no contamos el inicial y el de los ausentes australianos. Ya casi eran las once de la noche, terminamos el recorrido, ¿ahora qué? Sin muchos ánimos de irnos a meter a la fiesta, decidimos emprender el camino de regreso. ¿Por dónde? Pues lo más directo es Insurgentes. Vuelta a la altura de Plaza Copilco y a pedalearle. Me da gusto que el regreso no implique mayor relato pues es indicio de que todo pasó con calma. Nos apropiamos de un carril y nos atuvimos a las consecuencias que esto tuviera. No recibimos ni un cambio de luces, ni un toque de claxon, ni una mentada de madre. Los automovilistas nos rebasaban sin ningún dejo de resentimiento en sus corazones. De vez en cuando nos veíamos en la obligación de subirnos a las banquetas pero, mientras no coincidiera con el valet parking de algún antro de moda (sí, coincidió en varias ocasiones y reiteramos nuestro desprecia hacia esos seres malévolos), el avance fue siempre bueno. En algún momento se nos pegó una chica que iba hacia el norte y vio en nosotros la compañía necesaria para no hacer su recorrido sola y asumió estoicamente mi “hábil y sagaz” liderato. Después de un recorrido mucho más rápido que el de ida, cruzamos Viaducto y nos desviamos hacia el hogar despidiéndonos de nuestra fugaz compañera.

Finalmente llegamos, sanos y salvos aunque bastante cansados, a la casa, con el firme propósito de sacar a pasear a Croqueta, hacer una revisión amplia de los tesoros acumulados  y dejar que nuestras queridas bicicletas, quienes tan fielmente nos llevaran a semejante aventura, tuvieran un merecido descanso.