Spartan Race Valle de Bravo, parte 1: voluntariado
Deportes - 2013-05-23 18:11:11
Dentro del súbito interés que me asaltó hace seis meses por la Spartan Race, le traía ganas a la experiencia de ser voluntario en una carrera. La Súper de Valle de Bravo fue una excelente oportunidad: ya conocía el formato por haber participado en la Sprint de Santa Ana Jilotzingo y ya estaba planeado un fin de semana en esta zona del Estado de México. Un par de semanas antes se llevó a cabo una junta informativa para que tuviéramos idea de lo que íbamos a hacer y aclaráramos cualquier duda de la labor que desarrollaríamos el día de la carrera. Nos apuntamos de acuerdo a la fecha en la que podríamos ayudar y nos dieron los documentos mínimos indispensables para presentarnos ese día. Tengo entendido que a muchos les espantó la logística – por lo menos la idea de estar a las cuatro de la mañana en el Auditorio Nacional para tomar el camión – y al final desistieron. Pero para los demás, la oportunidad de participar en un evento para el cual se agotaron los boletos en 72 horas fue mucho más importante que una desmañanada. Así, mientras mis próximos “colegas” dormían en camino al lugar del evento, yo metía a mi fiel Clío por caminos inhóspitos y enredados, con la compañía de Google Maps que constantemente me decía: “vas bien”. Justo cuando empezaba a clarear, vi en medio del llano un gran campamento iluminado y con suficiente movimiento para saber que ya estaba a un par de minutos de llegar. Y en eso, con un cuarto de hora de sobra, se me atravesó un río. Por un momento consideré la opción de asignarle a mi coche un espíritu de 4x4, luego, de dejarlo ahí durante el evento - después de todo ya estaba muy cerca - pero por si las dudas, preferí buscar a los organizadores para que me aconsejaran qué hacer. En ese momento empezó para mí la experiencia de la Spartan Race al tener que cruzar un par de metros de riachuelo para llegar a donde estaba la gente (la luz no era suficiente para que me diera cuenta que a unos cuantos pasos había un mínimo puente de piedra). Para cuando regresé al coche, con las instrucciones de cómo llegar al buen lado del río en tan solo quince minutos y habiendo dado señales de vida, ya tenía lodo hasta las pantorrillas.
El procedimiento inicial para los voluntarios resultó bastante sencillo. Nos dieron nuestra playera, la cual debíamos tener siempre visible como identificador (esto hizo que algunos de mis compañeros, menos resistentes al frío, parecieran botargas al ponérsela por encima de sudaderas y chamarras), unos boletos para recoger nuestro desayuno y nos repartieron en los obstáculos más cercanos a la zona de festival. Yo me propuse para el lanzamiento de jabalina, el cual prometía ser bastante divertido. Así, con un “lunch box” y en compañía de una pareja chilanga de cuyos nombres no me acuerdo (pero sin duda reconocería en fotos), nos lanzamos a sortear los diversos riachuelos que nos separaban de nuestra estación de trabajo. Como faltaban alrededor de dos horas y media para que llegaran los primeros competidores, aprovechamos para levantar el changarro y practicar la mejor técnica de lanzamiento de jabalina pensando en la carrera del día siguiente (para lo que sirvió). Al poco tiempo nos alcanzó otra pareja, en este caso veracruzana, a quienes también asignaron a este obstáculo. Nuestras instrucciones eran muy claras: asegurar que todos los participantes tuvieran desde su llegada algo que lanzar, dirigirlos por el camino correcto en caso de que la enterraran o ponerlos a hacer sus treinta “burpees” de cajón si fallaban. Esto era especialmente importante con los primeros participantes de ambas ramas pues los tres ganadores de cada una se jugaban un jugoso cheque y hacer o no el castigo podía representar la diferencia en la línea de meta.
Desde el lugar en el que estábamos teníamos una vista en la que se dominaba tanto el área de festival como el valle en el que estaban los primeros y los últimos obstáculos, lo cual nos permitió, después de ver a los punteros del grupo Elite, calcular aproximadamente cuánto se tardaría en llegar con nosotros el primer competidor y mientras buscar la mejor manera de protegernos del sol que ya empezaba a quemar. También determinamos que las chicas estarían a cargo de torturar a los que fallaran – o por lo menos contar los burpees – mientras los otros tres recibíamos a los clientes. En poco menos de una hora nos llegó el mensaje que indicaba la llegada del primer lugar, pero todavía esperamos, expectantes, cinco minutos hasta que apareció por un costado de la laguna Luis Octavio Oliveros acompañado del que, me imagino, era uno de los coordinadores de carrera quien daba seguimiento a los primeros lugares. Le pasamos una jabalina, la lanzó y, si mal no recuerdo, falló... va el primer castigo. Muy pronto apareció otro chico cuyo nombre no he logrado conseguir pues no aparece entre los ganadores, y tampoco él pudo con el lanzamiento. El tercero en llegar fue Hunter McIntyre, uno de los campeones norteamericanos que hicieron el viaje para sufrir en México. Ahí se vio inmediatamente la experiencia al atinar casi en el centro de la paca de paja, dar la media vuelta y seguir su recorrido para obtener el segundo lugar. A partir de ahí, el flujo se empezó a hacer más constante y tuvimos la oportunidad de ver pasar a otras de las estrellas de Spartan Race, como David Magida, Christopher Rutz y Miguel Medina a quien, por cierto, me tocó contarle sus 30 burpees pues cada vez eran más los castigados y dos personas no se daban abasto para mantener las cuentas claras. Pasaron poco más de cincuenta minutos antes de que llegara Adriana Fabiola Sánchez, primera mujer del bloque Elite y primera víctima de nuestro obstáculo. Sin embargo, su ventaja sobre la siguiente competidora era tal, que sin problemas se recuperó para llevarse el primer premio. Entre las espartanas famosas sólo reconocí a Andi Hardy pero tengo entendido que hubo un par más compitiendo ese día.
Después de que pasaron las primeras veinte personas, la friega ya no paró. Uno de los principales problemas de un obstáculo en el que se lanzan objetos en campo abierto con una efectividad de aproximadamente 10% es que los 90% restantes deberán ser levantados del suelo con una velocidad suficiente para que los que van llegando no tengan que esperar. Por lo mismo, todos debíamos tener cuidado de que no se lanzaran jabalinas hacia la zona en la que alguien levantaba las que se iban regando en el suelo. De hecho, la compañera chilanga salió con un raspón justamente por un desesperado a quien le urgía terminar y no se fijó que había una persona ahí junto. Pero también puedo entender que después de más de dos horas de carrera extrema y teniendo a la vista la línea de meta, la visión se reduce a las acciones mínimas indispensables para terminar. Posiblemente habría sido más relajada la jornada si la pareja veracruzana, empezando por él, no hubieran empezado a quejarse del trabajo que hacíamos para luego desaparecer durante más de una hora, regresar con un mínimo de intención de seguir ayudando y finalmente desaparecer en cuanto empezó a llover. ¿Para qué se meten de voluntarios si no están dispuestos a hacerlo bien? La respuesta, en este caso, es evidente: para tener un lugar en la carrera sin pagar la inscripción. Eso es lo que yo llamaría poco amor al arte.
Ahora, la llegada de la lluvia no habría sido tan relevante para lo que teníamos que hacer de no haber venido acompañada de relámpagos que si bien se veían relativamente lejos, tener en las manos un palo de madera con punta metálica implicaba un riesgo mucho mayor al que se pretende en este tipo de carreras. Tomamos pues la decisión de animar a los corredores para que siguieran de largo y aceleraran su llegada a la meta. Para cuando empezó el granizo, la única preocupación que se leía en el rostro de los que llegaban a nuestra estación era llegar a un punto en el que se pudieran resguardar, es decir, pasando la meta. Todavía aguantamos unos momentos pero al ver en la lejanía que los últimos tres obstáculos estaban carentes de voluntarios y que los competidores pasaban a un lado en dirección a la meta, decidimos hacer lo propio y emprender la huida.
Todavía tuve que esperar unos momentos para que disminuyera la lluvia y ver si mi ropa se secaba un poco antes de meterme al coche, con poco éxito. La última aventura del día consistió en salir del estacionamiento que se había convertido en un lodazal. Más de un coche y de una camioneta luchaban con los atasques en los que habían caído. Por ejemplo, varios organizadores hacían lo posible por rescatar a un Mercedes Benz que no avanzaba más de un par de metros sin volver a atorarse. Yo, con mi sueño guajiro de corredor de rally y mi tendencia a asignarle, como dije antes, una actitud de 4x4 a mi coche, me fui moviendo de charco en charco hasta formar parte de la larga caravana que avanzaba lentamente por una terracería boscosa en dirección a la carretera.
A pesar de la empapada, del frío y de venir tiritando en el coche – todas ellas señas de una muy posible pulmonía –, para cuando llegué a Valle de Bravo el único pensamiento estaba enfocado a descansar bien para la carrera del día siguiente.