Después de más de quince años, regresé a la lectura de El túnel, más por cerrar un ciclo de lecturas sabatianas que por otra cosa. La primera vez fue cuando estaba en el Liceo, para la clase de español en algún momento de la preparatoria, posiblemente durante la MT1. Recuerdo que en general fue rechazado por la mayoría de mis compañeros aunque la anécdota de la rata viva quedara como uno de esos chistes locales que trascendieron. Para mí, fue una revelación, uno de los libros que puedo comer como mis inicios de lector ávido tardío, junto con La terre de Zola, Vendredi ou la vie sauvage de Tournier o L’écume des jours de Vian. En ese entonces, me llamó la atención cómo se mete en la cbeza del narrador para hacer una novela altamente psicológica. A través de los años se mantuvo esa sensación y no tuve problemas para acercarme años después a Sobre héroes y tumbas y, después, Abaddón el exterminador. Ahora que volví a leer El túnel, me di cuenta de muchas cosas que antes no habría podido ver, cómo aquí se anuncian varios de los temas que serán importantes después y cómo, en una colección reducida de páginas, Ernesto Sabato se presentaba como uno de los escritores más importantes de la segunda mitad del siglo XX en Sudamérica.